domingo, 24 de agosto de 2014

Camilo José Cela viajero por La Vid

Camilo José CelaEl libro de viajes "Judíos, moros y cristianos" (1956) del escritor Camilo José Cela, habla de su paso por La Vid (Burgos).

"El paisaje de La Vid es frondoso y amable, con árboles de añosa corpulencia, frescas aguas, cultivo de buen cuidado y bosquecillos de enebro y de encina. En la Vid se da la uva que dicen de botón de gallo, y la tintina, y la perruna. En la Vid se pesca el barbo y la anguila. En la Vid se caza el zorro y la liebre. En la Vid florece la teología a la sombra de los latines de San Agustín.
La sala de espera de la estación tiene encharcado el suelo de losetas de cemento. El vagabundo, sobre el largo banco de tabla, se busca su acomodo entre un zagal segador y una campesina que intenta dar de mamar a un niño que grita sin entusiasmo alguno, sólo por hacer la cusca al prójimo.
En la sala de espera de la estación hay otras cinco personas: un viejo que dormita con la apagada colilla entre los labios; una señorita de pueblo con el pelo teñido de rubio y su mamá, que casi no puede respirar dentro del corsé; un hombre de mediana edad que mira para la bombilla, y un cura flaco y meditabundo que hace, de vez en cuando, un raro guiño con la boca y con la nariz.
El vagabundo, que no está para tertulias y menos velatorios, saluda al digno senado, se tumba todo lo que puede y cierra los ojos para procurar dormir.
Cuando se despierta, a punto de la amanecida, en la sala de espera no está ya nadie más que el cura, que sigue en igual postura en que quedó y haciendo los mismos visajes.
—Buenos días, padre.
—Buenos días, hijo. ¡Parece que se durmió!
—Sí, señor; habiendo sueño, ¡ya se sabe!
—¡Vaya, vaya!
El cura volvió a su silencio. Al cabo de un rato se sintió chiflar un tren y el cura se levantó.
—Buenos días, hijo.
—Buenos días padre, y buen viaje.
El vagabundo, cuando el cura se fue, lo siguió con la vista. El cura andaba renqueante y algo escorado, y acompañaba su pisar con una tosecilla amarga y seca. ¿Quién sería aquel cura pobre y nervioso, aquel clérigo raído y triste, que se había pasado la noche, mano sobre mano, en la sala de espera de la estación de la Vid? El vagabundo no lo supo. También es cierto que a nadie — ni aun a él mismo — se lo preguntó. Pero el vagabundo, al cabo del tiempo, aún piensa con simpatía en su amigo de aquella noche, el amigo que no sabe cómo se llama y del que casi no conoció ni el metal de la voz, pero del que sí recuerda que tenía una cara difícil y bondadosa como la de algunos pastores de la montaña, como la de algunos viejos pastores de silbo, mastín y navajilla.
En la Vid, los agustinos calzados estudian las ciencias de la filosofía en el viejo Monte Sacro, el monasterio de premostratenses que levantó el beato Domingo, en el siglo XII que hizo noble y hermoso el cardenal Iñigo López Mendoza, en el siglo XVII, y que arruinó la desamortización del XIX.
Monasterio de La Vid
Treinta años después del abandono, en 1864, los agustinos de Valladolid devolvieron al monasterio el perdido esplendor y fundaron el colegio de misioneros de Filipinas, hasta que las islas se dividieron en dos provincias y en la Vid quedó la cuna espiritual de los dedicados a la enseñanza: los de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús de España editores de la Revista Agustiniana, de La Ciudad de Dios y de Religión y Cultura.
El vagabundo, en el convento de la Vid, se encontró con un paisano y viejo amigo, Papiano Grillo Pampín, cabo de la legión extranjera, en tiempos, y hoy hermano lego y latinista de afición, que le dio de comer, le enseñó las arquitecturas y le explicó, sin venir demasiado a cuento, que la palabra "cachondo" venía del latín catuliens, que está en celo.
Papiano Grillo Pampín, con su nariz de berenjena, su pelambrera rala y sus ojillos de estornino, siempre había sido sujeto aficionado a hablar por bernardinas, maña que ahora, con la compañía de los sabios, se le había puesto exagerada y madura.
Papiano Grillo Pampín, que guardaba las colillas en una media, tenía pretensiones eruditas.
—Mira, para, y observa. ¡Oh, maravilla de las maravillas! ¡Oh, pureza del plateresco en el Escorial de la Ribera, como es conocida nuestra casa por todos los amantes de las bellas artes! Esto que tus ojos contemplan, ignaro caminante, es la más pura forma de unión de una iglesia de tres naves con una capilla de este tipo en la cabecera.
—¿De qué tipo?
—Pues de este tipo, hombre, de este tipo. ¡No entiendes una palabra!
El vagabundo, que no está muy fuerte en eso de los estilos, cambió la conversación. Al vagabundo y a su amigo el lego, hablando de sus cosas, se les echó la noche encima sin pensar.
—¿Qué vas a hacer?
—Pues, nada, seguir andando.
—Espérate a mañana. Si quieres, puedes dormir en la portería, allí tengo un almadraque bastante aparente en el que estarás bien.
—Bueno.
El vagabundo, aquella noche, se sintió tan muelle y a gusto en su colchón, que no consiguió dormir.
A la mañana siguiente, cuando se levantó, no pudo encontrar a su amigo Papiano por lado alguno. Su amigo Papiano, que es hombre liberal, habrá sabido disculparlo.
El vagabundo para acercarse a Peñaranda, que esta a legua y media al norte de La Vid, vuelve la espalda al Duero, el río con el que piensa toparse de nuevo y no muy tarde."

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